HISTORIA DE AL-ANDALUS
Por Al-Andalus (en árabe, “tierra de los vándalos”) se conoce a la zona de ocupación musulmana en la Península Ibérica, la cual abarcó desde el siglo VIII hasta finales del XV, y llegó a comprender gran parte del actual territorio español. Su extensión varió a medida que se modificaban las fronteras a causa de las continuas conquistas del territorio realizadas, bien por hispano-musulmanes o bien por castellano-aragoneses.
ENTRADA DE LOS MUSULMANES EN LA PENINSULA
A principios del siglo VIII el reino visigodo se hallaba sumido en una grave crisis que llevó al enfrentamiento armado entre diferentes facciones de la nobleza. El conde don Julián, antiguo gobernador de Tánger y Ceuta, se puso al servicio de los musulmanes del norte de África, prestando su flota para facilitar la travesía del estrecho de Gibraltar al ejército árabe. Cuando Tariq, a la cabeza de un ejército de siete mil hombres (la mayoría de ellos de etnia bereber), entró en la Península Ibérica, a finales de abril del 711, no encontró excesivas dificultades para someterla. El desembarco se produjo en las cercanías del famoso peñón de Gibraltar, al que se le dio su nombre (“Yábal al-Tariq”, monte de Tariq). El 19 de julio de ese año, por las orillas del río Guadalete, logra una victoria decisiva sobre el rey visigodo Don Rodrigo. Un mes más tarde, se produce el cerco a la ciudad de Córdoba. En menos de dos años pacificaron prácticamente toda la Península, sin llegar a destruir lo ya existente, puesto que aprovecharon lo que había y se dedicaron a reconstruir las obras antiguas.
Al-Andalus quedó pronto convertida en una provincia del imperio islámico al mando de una serie de gobernadores dependientes del poder de Damasco, capital del estado Omeya. Pero a esas nuevas tierras conquistadas no llegó a dársele entonces el valor que tenían.
EL EMIRATO DEPENDIENTE DE DAMASCO
Entre 716-756 se desarrolla el llamado emirato de Córdoba, período en que se suceden diversos gobernadores o emires, nombrados directamente por el califa Omeya de Damasco.
A mediados del siglo VIII se produce una seria escisión en el imperio musulmán. La dinastía de los abbasíes se subleva contra los omeyas, llegando a triunfar y efectuando el traslado del centro de poder desde Damasco a Bagdad. Una de las primeras órdenes promulgadas es la de matar a todos los príncipes omeyas existentes.
Abderrahman I, nieto del califa Hisham Ibn Abdelmalik, fue el único omeya que consiguió escapar. Perseguido de aldea en aldea, cruzó a nado el río Eufrates, pasando a Palestina y, desde allí, hasta la Península Ibérica.
EMIRATO OMEYA INDEPENDIENTE (756-929)
En el año 756, Abderrahman I, tras hacerse con el control de Al-Andalus, fue proclamado emir de Córdoba, independizándose de la política bagdadí e iniciando uno de los períodos más ilustres de la historia del Islam. Bajo su gobierno, que tuvo un signo conciliador, se unifica Al-Andalus y se establecen relaciones diplomáticas con los reinos del Norte, con África septentrional y con el Imperio Bizantino.
A fines del siglo VIII, la mayoría de la población, descendiente de los hispanorromanos y de los visigodos, se había convertido al Islam, recibiendo el nombre de muladíes; sólo en las ciudades quedó una parte de población que se mantuvo cristiana (mozárabes) y que, en general, fue muy respetada.
Los sucesores de Abderrahmán I fueron Hisham I (788-796), Al-Hakam I (796-822), Abderrahman II (822-852), Muhammad I (852-886), Al-Mundhir (886-888), Abdallah (888-912) y Abderrahman III (912-961).
Durante el gobierno de Al-Hakam I y de sus sucesores se desarrollaron las revueltas de Toledo y Córdoba (807 y 814, respectivamente) y los enfrentamientos con los gobernadores militares de la frontera (Extremadura, valle del Ebro). Pero ninguna alcanzó tanta fuerza ni puso en peligro el emirato como la revuelta del muladí Omar Ibn Hafzun, durante el mandato del emir Abdallah. Entre 844 y 861 se produjeron varios ataques vikingos contra las costas del sur de Al-Andalus.
Frente al lejano califato abbassí, las pretensiones ambiciosas de poder de los fatimíes en el Magreb y la propia disgregación política de Al-Ándalus, se eleva desde el 912 en Córdoba un poder fuerte: el de Abderraman III.
EL CALIFATO OMEYA DE CÓRDOBA (929-1010)
En 929 Abderrahman III decide tomar el título califal, el cual le otorgaba, además del poder terrenal, el poder espiritual sobre la comunidad de creyentes. Sus buenas relaciones con los dos emperadores cristianos -Bizancio y el Sacro Imperio- sirvieron de contrapeso frente a sus enemigos. Fue el periodo de mayor apogeo de Al-Ándalus, convirtiéndose el califato en uno de los centros políticos, económicos y culturales más importantes del Occidente medieval.
Tanto Abderrahman III como su hijo y sucesor Al-Hakkem II supieron favorecer la integración étnico-cultural entre bereberes, árabes, hispanos y judíos. Ambos apaciguaron a la población, pactaron con los monarcas cristianos, construyeron y ampliaron numerosos edificios (algunos tan notables como la Mezquita de Córdoba o el palacio de Madinat Al-Zahra) y se rodearon de la inteligencia de su época. También mantuvieron contactos comerciales con Bagdad, Francia, Túnez, Marruecos, Bizancio, Italia y hasta con Alemania.
Tras este periodo de esplendor, a partir de Hixem II todo se torna confuso e inseguro. El ambicioso y siniestro personaje conocido como Almanzor, aprovechándose de la minoría de edad del califa gobernante y su carácter disoluto, fue acumulando diversas prerrogativas del poder correspondiente al soberano, convirtiéndose en un verdadero dictador. Sin dejar de ser nunca oficialmente el primer ministro, en realidad Almanzor concentrará en sus manos casi todo el poder decisorio.
Utilizando la guerra defensiva de las fronteras musulmanas como el instrumento más eficaz para encubrir su poder ilegítimo y para obtener cuantiosos botines, a partir de 976 ataca incansablemente los territorios cristianos del norte de la península. En once años, hasta 987, emprende 25 campañas, a un promedio de dos por año, aunque en 981 la cifra se elevó a 5 aceifas (expediciones veraniegas de castigo contra los estados cristianos). Entre las más importantes, destacan la de Cataluña (985), durante la cual saquea Barcelona y, sobre todo, la de Santiago de Compostela (997). Estos puntos jamás serían alcanzados posteriormente por ningún ejército musulmán y Almanzor no los retuvo, simplemente por la sencilla razón que la islamización del territorio cristiano no estaba en sus planes.
Mientras Almanzor (m. 1002) y su hijo mayor Abd al-Malik (m. 1008) estuvieron al frente de la política, el califato pareció seguro. Sin embargo, su segundo hijo, Abderrahman (m. 1009), conocido como «Sanchuelo» por los cristianos, aceleró con su falta de tacto, el derrumbe del califato: en 1008 se hace proclamar heredero por el califa Hixem II. Eso desencadena la rebelión de la población de Córdoba, estallando una guerra civil a partir de 1010. Los sublevados deponen al califa, que abdica y poco después es asesinado por su guardia personal. Madinat Al-Zahra también es destruida.
En menos de dos años, los musulmanes pasan de ser los árbitros en las disputas entre los cristianos, a tener que solicitar su apoyo para dirimir sus luchas internas. Al-Andalus se convierte en campo de batalla de las diferentes etnias musulmanas, apoyadas astutamente por los reinos cristianos en su propio beneficio. Ninguna de las facciones logrará un predominio sobre otra. La guerra civil se extenderá hasta 1031, año en el que desaparece el Califato.
A partir de entonces, una serie de reyes menores afirmaron su poder en el pequeño conjunto de estados en el que el califato hispano-musulmán se había disgregado.
REINOS DE TAIFAS (1031-1086)
Como consecuencia de la desmembración del Califato de Córdoba aparecen en Al-Andalus una serie de reinos independientes al frente de cada uno de los cuales se establecieron gobernadores autónomos que pretendieron emular el esplendor de Córdoba. Los hábitos secesionistas y rebeldes surgieron de nuevo con gran fuerza; la división y la descomposición se impusieron en Al-Andalus. Todas las grandes familias árabes, bereberes y muladíes, quisieron hacerse con las riendas del país o, al menos, de su ciudad, surgiendo por todas partes reyes de taifas, que se erigieron en dueños y señores de las principales plazas. Las luchas internas entre estos reinos y el mal gobierno los fueron debilitando paulatinamente. Ante ello, el enemigo cristiano se creció, organizándose como nunca antes lo hiciera para combatir a los musulmanes. La primera gran victoria sobre el Islam peninsular la protagonizó Alfonso VI cuando, en 1085, se hizo con la importante ciudad de Toledo.
El número de las taifas osciló a lo largo del siglo, siendo las principales las siguientes: Algeciras, Almería, Badajoz, Carmona, Córdoba, Huelva, Málaga, Morón, Murcia, Ronda, Toledo, Tortosa, Valencia, Zaragoza, Granada y Sevilla. Estas dos últimas pueden considerarse como las más poderosas, especialmente la de Sevilla, con el rey poeta Al-Mutamid (1039-1095). Precisamente fue éste quien, ante el empuje cristiano, solicitó el socorro de los almorávides en 1085.
EL GOBIERNO ALMORÁVIDE (1086-1147)
Encabezados por Ibn Tashfin, los almorávides penetraron en la península en el año 1086, infligiendo una seria derrota a las tropas de Alfonso VI en Sagrajas. En 1091 se hacen con Sevilla y desbaratan la amenaza castellana. Pronto conseguirían acabar con los reyes de taifas y gobernar tanto Al-Andalus como Marruecos, que formaron un espacio político unido siendo múltiples las influencias y relaciones entre las dos orillas del Estrecho. Pese a cierta oposición inicial de la población, que se rebelaba contra el nuevo talante puritano y su rigidez, este hecho supuso un incremento del bienestar social y económico.
Más adelante los cristianos obtuvieron importantes avances, conquistando Alfonso I de Aragón Zaragoza en 1118. La cada vez más creciente debilidad del gobierno almorávide generó un segundo período de reinos de taifas. También veían amenazada su supremacía por un nuevo movimiento religioso surgido en el Magreb: el almohade.
LOS ALMOHADES (1147-1232)
Hacia 1125 los almohades se levantaron en armas y reprocharon a los almorávides haber resignado los principios islámicos y ser negligentes en la lucha contra los reyes cristianos en Al-Andalus, lo que había provocado la pérdida de importantes ciudades como Zaragoza, Tudela, Lérida, Tortosa, Cuenca, Albarracín y muchas otras. La lucha se prolongó durante 20 años, hasta que en 1147 fue derrotado y muerto el último sultán almorávide.
Gobernaron también desde Marrakech y se hicieron con las riendas de Al-Andalus, dotándolo de cierta estabilidad y prosperidad económica y cultural. Fueron grandes constructores (la Giralda de Sevilla, por ejemplo) y se rodearon de los mejores literatos y científicos de la época, como el filósofo Averroes. Sin embargo, al igual que los almorávides, terminaron por sucumbir ante la dejadez espiritual y el relajamiento de las costumbres. Su talón de Aquiles siguió siendo el empuje desde el norte de los ejércitos cristianos. En este contexto histórico hay que situar la figura legendaria de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid (del árabe “Sidi”, señor), que vivió entre 1043 y 1099, aunque su realidad está lejana al mito creado con posterioridad.
El 16 de julio de 1212 los almohades sufrieron la primera gran derrota en las Navas de Tolosa (cerca de Jaén) y Al-Andalus se quebró en las llamadas “terceras taifas”, que fueron conquistadas por los cristianos una a una: Córdoba en 1236, Valencia en 1238, Sevilla en 1248. Poco después se retiraron de la Península Ibérica y fueron cediendo paulatinamente terreno en el norte africano, hasta perderlo definitivamente en 1269.
EL SULTANATO DE GRANADA (1232-1492)
Cuando el avance cristiano parecía imparable, haciéndose Fernando III con una gran parte de las ciudades andalusíes en el siglo XIII, surgió en Jaén una nueva dinastía, la nasri o nazarí, fundada por Al-Ahmar ibn Nasr, el célebre Abenamar del romancero. Asentado en la ciudad de Granada, su reino abarcaba las actuales provincias de Granada, Almería, Málaga y parte de Jaén y Murcia. La capital granadina se convirtió desde entonces en la gran metrópoli de su tiempo, acogiendo a gentes de todos los confines, y en la que se levantaron suntuosos palacios -la Alhambra, junto con el Generalife, nada menos-, mezquitas y baños públicos.
Desde el principio este reino tuvo presiones tanto por el norte, de los reinos cristianos, como por el sur, de los sultanes meriníes de Marruecos. Si a esto añadimos las luchas internas podemos decir que fue un reino inestable.
La situación interior del sultanato de Granada se hizo precaria a partir del 9 de noviembre de 1417, fecha de la muerte de Yusuf III. Una familia árabe, los Banu Sarray, que en la leyenda iba a ser famosa bajo el nombre de Abencerrajes, comenzó a desempeñar un papel primordial en la vida política del reino nasrí. La guerra civil que suscitó a partir del 1419 iba a desangrar y finalmente a arruinar el sultanato, con larga series de conspiraciones, intrigas y asesinatos. A ello se unían las escaramuzas con los castellano-aragoneses que acechaban sus fronteras
El 2 de enero de 1492 el rey Boabdil capituló ante los Reyes Católicos, entregándoles las llaves de la ciudad de Granada, último reducto árabe en la península.
Lo que sigue a continuación tiene todos los tintes de un drama: si bien las condiciones de capitulación eran generosas por parte de los vencedores, poco tardaron en ser ignoradas, comenzándose una persecución sin tregua de los moriscos que quedaron bajo dominio cristiano, hasta que tuvieron lugar las últimas expulsiones masivas de 1610.
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